Luego de ser blanco de múltiples ataques desde el Estallido Social de 2019, el día viernes 12 de marzo, a tempranas horas de la madrugada, fue retirado el monumento al general Manuel Baquedano de la Plaza Italia (Santiago, Chile). El día cerraba como de costumbre: algunas decenas de manifestantes, adversos al gobierno de Sebastián Piñera, y funcionarios de Carabineros se enfrentaban por el control de la plaza. El cliché semanal.
Pero todo cambió pasadas las 6 de la tarde cuando, inesperadamente, largas filas de funcionarios, acompañados de vehículos antimotines, acudieron al lugar. El despliegue impresionó a manifestantes y observadores. No había explicación alguna para una operación de esas dimensiones. Mientras observaba de primera mano el avance de los contingentes, sentí un Deja Vu. Había vivido esto antes. Fue ahí, entre uniformados y manifestantes, que supe que estaba de nuevo en Venezuela.
¿Diferencias?
La existencia de un mínimo Estado de Derecho y la separación y equilibrio de los poderes públicos, por solo mencionar 3 de las más relevantes, coloca a Chile en otro terreno. Aún así, al igual que en Venezuela, las violaciones a los DDHH se hacen presentes.
Pese al contundente informe de la ONU de 2019 por las violaciones a los derechos fundamentales durante el Estallido Social en Chile, el representante para la América del Sur de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Jan Jarab, señaló en marzo de 2020 que los avances para la protección de estos no habían sido “significativos”.
firmar o negar hechos de esta clase requiere una ardua investigación y un
compromiso real con la verdad. Por eso la duda, pese a ser molesta, siempre es razonable. Otro caso diferente es la incredulidad. Como venezolano, lo entiendo a la perfección.
Durante mucho tiempo, las violaciones cometidas por el Estado Venezolano durante los últimos 20 años del régimen Bolivariano habían sido subestimadas -e incluso invisibilizadas- por la comunidad internacional, principalmente por los sectores simpatizantes del proceso.
A pesar del arreciamiento de estas, la opinión pública internacional permanecía callada ante una crisis que crecía año tras año, véase el informe de la CIDH del año 2002 en el que ya se mostraba el verdadero rostro del régimen bolivariano. La complicidad silenciosa hacia el Chavismo y el Madurismo -que no es más que la continuidad del primero- contribuyó al surgimiento de una de las dictaduras más brutales de la historia contemporánea latinoamericana.
12 de marzo: vergonzosas similitudes
Ningún país, por “desarrollado” que sea, está exento de estos hechos. Avalar u obviar estas conductas es atentar directamente contra la democracia y el Estado de Derecho. Esta lógica aplica, evidentemente, en el caso contrario. Salvo que sea en estricta defensa, y siendo los cuerpos de seguridad los que den inicio a la violencia, el uso de la fuerza por parte de los manifestantes es innecesario.
Ni hablar de los saqueos u otros delitos: deben ser condenados categóricamente. Durante el avance de los contingentes policiales del 12 de marzo, fui testigo directo de, al menos, una detención arbitraria, casos de uso desproporcional de la fuerza e intimidación de observadores de DDHH por parte de los cuerpos de seguridad.
Imágenes que, si bien no se igualan al nivel de violencia, cuentan con vergonzosas similitudes a Venezuela.
Arrancar de raíz El servilismo ideológico ha sido -y es- el cáncer del siglo XXI. La deliberación, agonizante, es vista como una pérdida de tiempo y recursos. Nada goza de credibilidad. Mientras tanto, crece mundialmente la “necesidad” de gobiernos de mano dura por ser los únicos “capaces” de hacer frente a los desafíos actuales.
Hoy por hoy, el mundo necesita ciudadanos de altura, poseídos por un fuerte espíritu crítico y humano, para así salir del sumidero en el que nos hayamos.
Ciudadanos capaces de:
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